jueves, 9 de diciembre de 2010

4. Yo acepté la ventilación mecánica a domicilio


En septiembre de 1996 por mis problemas respiratorios el doctor Pradas me envió al Servicio Respiratorio y desde entonces me ha visitado la doctora Rosa Güell.
        Allí me hacían un análisis de sangre (una gasometría) para comprobar el nivel de dióxido de carbono en la sangre. Me dejaron un aparato, que se conecta al dedo, que se llama pulsímetro y sirve para comprobar el nivel de oxígeno en la sangre. Me lo tenía que poner toda la noche mientras dormía, y lo tenía que devolver a la mañana siguiente.

        En la última visita con la doctora Güell, antes del ingreso, los resultados de la gasometría salieron más o menos igual que las anteriores. Pero yo le conté que en los últimos meses me cansaba mucho y tardaba dos horas en comer. Decidió ingresarme pasados quince días y repetir la prueba cuando acababa de despertarme. Me presentó al doc- tor Antón. Me dijo que sería él quien me visitaría. Porque ella se marchaba a Canadá seis meses a hacer un curso.
        Mientras tanto, esperé a que me llamaran.
        Una semana antes del ingreso, empecé a empeorar, tuve pérdida de apetito y por las noches me costaba dormir, también me costaba respirar. Me dijeron que cuando una persona necesita ventilación mecánica, los primeros síntomas son: durante el día que- darse dormido, dolor de cabeza y más adelante, dificultad para concentrarse. A mí no me daba ninguno de esos síntomas.

        Me ingresaron el 28 de febrero de 1999. Me pusieron el pulsímetro toda la noche. Por la mañana temprano, me hicieron análisis de los gases (gasometría). Cuando tuvie- ron los resultados, el doctor Antón llamó a mi madre, le contó que los resultados salie- ron mal.
        Mi madre le dijo al doctor Antón que conmigo podía hablar tranquilamente y que me explicara lo que me iban a hacer. Quería saberlo todo (siempre quise estar informada para estar más tranquila). El doctor Antón me dijo que tenía que ponerme el respirador para dormir.

        Primero vino la fisio a hacerme una mascarilla. Con una pasta se moldea y se colo- ca en toda la nariz y cuando se endurece se retira la pasta. Así la mascarilla nasal que te pones se adapta mejor que la mascarilla industrial.
        Cuando tenían la mascarilla lista, empezaron a rodearme de máquinas y cables. El doctor Antón me dijo que no me asustara (no me asusté, más bien, me quedé mirando el lío que montaban en preparar los aparatos). Me pusieron el respirador y me dijo que no respirara, que la máquina se encargaría de hacerme respirar. También me dijo que si quería dormir que lo hiciera. Seguí su consejo y a los cinco minutos de conectarme, me dejé llevar y más tarde me quedé dormida.
        Cada rato pasaba a verme para comprobar cómo iba.
        La primera noche aguanté cinco horas con la máquina, y la segunda, siete horas.
        Recuperé el apetito. Ya no tardaba dos horas en comer.
        A medida que fueron pasando los días, la mascarilla me hacía daño en el hueso de la nariz. Me pusieron un trocito de apósito pero no me iba bien. Un día mi madre, probó con una gasa, la dobló en forma de tira, me la puso en la zona donde está el hueso de la nariz antes de poner la mascarilla, de esta forma fue mejor.

        Los dos primeros días de estar ingresada, conocí a mi compañera de habitación, una mujer llamada Julia. Nos hicimos amigas. Ella también necesitaba la máquina para dormir. Pero a ella le costaba adaptarse. Me decía:
        -Que bien lo llevas.
        Hoy en día seguimos en contacto y de vez en cuando nos vemos.

        A los once días de estar ingresada, me dieron el alta. Regresé a casa con el respirador para dormir (ocho horas) y dos horas por la tarde.

        Tres meses después me volvieron a ingresar para hacerme un control, sólo estuve un par de días. Y así, cada cierto tiempo volvía para hacer lo mismo: un control.
        ¡Lo que son las cosas! Una enfermera me conocía de antes:
        -Yo a ti te conozco –me decía -tú has estado en tal sitio, en una fiesta del barrio.
        Otra enfermera, en este caso era una auxiliar llamada Mª José, también me dijo lo mismo:
        -Tú has estado en la firma de discos de Sergio Dalma.
        Con esta última, después de conocernos, seguimos en contacto y he conocido a sus hijas.

        Cuando me hacían los análisis de los gases, a algunas enfermeras les costaban pillarme la arteria. Un médico no fue capaz de pillarla, al final se puso nervioso (en cambio, yo estaba tranquila). También a una enfermera, que me pinchaba antes de pasar a la visita médica, a veces le costaba, y cuando no la pillaba tenía que venir otra enfermera. Un día, conocí a una enfermera llamada Garbiñe, la primera vez que me pinchó me que- dé asombrada. Llega ella, nada más ponerme la aguja en la muñeca y ya está. No me dolió nada. Tengo la arteria a flor de piel, por eso cuesta pillarla. Si se pasaban me dolía.


        Recuerdo que, en uno de mis ingresos, había una enfermera que trataba de ayudar a relajarse a mi compañera de habitación para que se durmiera. Después, a mí me vio despierta y escuchando música, me lo quería quitar y me dijo que durmiera. Mi madre le di- jo que yo escucho música antes de dormir (en casa, antes de las tres de la madrugada me ponía a pintar, en ese horario es cuando tengo inspiración). Al rato volvió y como yo aún seguía despierta, pensó que estaba nerviosa, intentó que me durmiera haciéndome masajes en las sienes. Como veía que no me dejaba en paz, me hice la dormida. Mi madre sabía que estaba fingiendo y tuvo que aguantar la risa. Cuando se fue nos reímos.

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