Lo que voy a contar ahora parece
increíble.
Resulta que me tocaba cambiar la
sonda de la gastrostomía, llevaba ya seis meses y tenía mal aspecto. Además,
tenía un granuloma traqueal (carne falsa) que me quemaron con nitrato de
plata. No me lo quemaron del todo por miedo a que me afectara la mucosa.
Pensaron utilizar bisturí, así que, decidieron ingresarme para después de
Semana Santa y hacer las dos cosas.
El día del ingreso, a las nueve de la
mañana de repente me entró dolor en el costado del pulmón derecho, además
hacía ruido, como si crujiera. Llamé a mi madre y lo escuchó. Decidimos
esperar un poco a ver si se me pasaba. Si aumentaba el dolor o aparecía
fiebre llamaría a la ambulancia para ir a urgencias. Al rato me quedé
dormida, el dolor disminuyó un poco. Esperé a la tarde, hora del ingreso.
Ya en el hospital las enfermeras se
alegraron de verme.
Cuando terminaron de colocar todas
las cosas entré en la habitación. Conocí a mi compañera de habitación. Una
señora mayor de ¡85 años! Al principio no me gustaba compartir la habitación
con ella, pero después de conocerla y también a su familia no me importaba,
al contrario, me sentía acompañada. Hablamos y me contaron el motivo de
su ingreso: le costaba comer y beber, y había perdido muchos kilos.
Decidieron hacerle una gastrostomía. La anciana tenía miedo y estaba
nerviosa. Pero al ver que yo la llevo, mi madre y yo la tranquilizamos y le
dijimos que eso no era complicado, y que no sentiría ningún dolor. Cuando
regresó del quirófano, a mí me mandó un beso con la mano y a mi madre le
pidió que le diera otro beso por haberle dado ánimo. Ahora, seguimos en
contacto; su nieta Maite y yo nos comunicamos a través de los mensajes del
teléfono móvil. Le pregunto cómo está, le explico cómo estoy yo y le mando saludos.
Por la noche me volvió el dolor, vino
el médico de guardia y me escuchó con el fonendoscopio, no oyó nada extraño,
los parámetros del respirador estaban bien. Me dijo que podía ser un dolor
muscular. Me dijo que si no había ninguna novedad esperara a mañana. Me
dieron paracetamol. A la mañana siguiente me vieron los médicos de siempre
(doctor Antón y la doctora Güell). Mi madre les contó lo que me había pasado,
me preguntaron si me dolía al tocar el costado y respondí que no, me
escucharon con el fonendoscopio, nada. Comprobaron el respirador y estaba
bien. También me dijeron que podía ser dolor muscular. Yo no estaba de
acuerdo, el dolor que sentía era extraño.
Decidieron hacerme una radiografía
del tórax para salir de dudas.
Por la tarde, antes de marchar la
doctora Güell pasó a verme y me preguntó cómo estaba, le contesté que el
dolor había disminuido un poco. Me contó que el doctor Antón había tenido que
ir al dentista, tenía dolor de muelas. Llegó la noche, una doctora llamó a mi
madre que estaba conmigo le preguntó si los médicos dijeron algo, ella
contestó que no.
Le dijo que la radiografía no salió
muy clara, parecía que había un principio de pleuresía. Decidieron repetir la
radiografía. Por la mañana, la puerta de la habitación estaba abierta, pasó
el médico de guardia (el mismo que me atendió cuando tuve taquicardia) dijo a
mi madre:
-¿Sabes lo que tiene Ana?
-No. -Contestó mi madre.
Sonriendo dijo:
-¡Un escape! ¡Y ya van dos aciertos!
La próxima vez haremos lo que ella dice.
El primero fue la taquicardia y
ahora, neumotórax.
Cuando se enteraron los médicos se
quedaron sorprendidos.
Que me pase eso por la mañana y por
la tarde ya tenga cama solicitada desde hace quince días es una casualidad
tremenda.
-Has tenido mucha suerte. –me decían.
Me explicaron con todo los detalles
qué es lo que me había pasado.
El doctor Penagos (el mismo que me
hizo la traqueotomía) me recomendó reposo y un antiinflamatorio. Casi todos
los días me hacían radiografías del tórax para ir controlando, por si hacía
falta otro tratamiento. Pero como fue disminuyendo no hizo falta nada más.
Y eso no es todo, me pasó otra cosa
más. Después de estar una semana ingresada, me cambiaron la sonda de la
gastrostomía el martes a las nueve de la mañana.
¡Vaya forma de cambiar!
Para sacarla hay que dar un tirón.
Pero antes se desinfla el globo (que está dentro y sirve para que la sonda no
se salga).
Cuando ya estaba preparado, el doctor
Sainz me decía:
-A la una, dos y tres y tiro. ¡Una,
dos y tres! ¡Ya está!
Me dolió un poquito al sacar y al
poner la otra sonda. Pensé que después del tirón me dejaría dolorida, no fue
así, no tuve ninguna molestia.
Cuatro horas después, de repente
sentí como si cayera algo desde el techo (estaba acostada) justo donde tenía
la sonda. “Es imposible, aquí no hay nada que se caiga. ¿Tendrá algo que ver
con el globo?” pensé. Se lo dije a mi madre, me lo miró y no vio nada raro. A
la hora me volvió a mirar y comprobó que la sonda se estaba saliendo.
Llamamos a la enfermera y se lo contamos, lo miró y dijo:
-Puede que se haya roto el globo.
Al rato pasó el doctor Antón, cuando
se enteró se quedó sorprendido.
-¡No puede ser! –dijo.
Me la sujetaron con esparadrapo
mientras no venía el doctor Sainz.
Ahora, mi madre y yo ya sabemos que
hacer si pasara en casa. Sujetarlo con esparadrapo e ir al hospital. Se lo
dijimos al doctor Antón y éste dijo:
-Vosotras siempre miráis el lado positivo.
Cuando vino el doctor Sainz, en plan
broma comentó:
-¿Qué has hecho? De todas las sondas
que hay sólo habrá una que tenga un defecto y tenía que tocarte a ti. Y eso
que miré que no estuviera caducada, que no tuviera ningún poro... Ahora, ésta
si que no la pago. Lo siento Ana, te la tengo que volver a cambiar.
Yo, contaba que no volverían a
cambiármela hasta dentro de seis meses, y mira por donde en un solo día me la
cambiaron dos veces. Menos mal que esta vez no me dolió.
-Toquemos madera, que no vuelva a
pasar –dijo doctor Sainz.
Tocó madera y me dio besos.
El doctor Sainz es muy gracioso y
guapo. Varias enfermeras me decían:
-Es guapo el doctor Sainz.
De lo de la sonda se enteraron todas
las enfermeras, los médicos… Lo tomamos a cachondeo.
Me decían:
-¿Tú no quieres irte del hospital?
Además me tenían preparada el alta,
pero al pasarme esto último me quedé hasta el día siguiente.
Mientras me recuperaba, desde la
habitación con la puerta abierta, veía al doctor Antón andar de un lado a
otro, aquello me recordó a una pelota de tenis (el despacho está a un lado y
el mostrador de recepción al otro lado).
Se lo conté a mi madre y ésta se lo
dijo a una enfermera, ella nos dijo que también parece Dios, porque está en
todas partes.
-Hace cinco minutos estaba con un
paciente y ahora está en otra sala. Siempre que lo buscamos no sabemos donde
localizarlo. –decía la enfermera.
El doctor Antón anda muy rápido y a
veces es difícil pillarlo. Pero es una persona muy agradable, es cariñoso y
atento. Habla mucho con los pacientes, trata de convencerlos de que acepten
ponerse la ventilación mecánica cuando lo necesitan.
Tanto él como la doctora Güell me
tratan con mucho cariño.
Estoy contenta de todos los médicos y
enfermeras que tengo y he tenido.
Ya en casa, por un lado me sentía
contenta pero por el otro lado… A medida que fueron pasando los días me
acordaba mucho de los médicos, de las enfermeras… Todos los días recibía
cariño. A pesar de todo me lo pasé bien, no me aburría. En cambio, en casa
cuando no hago nada me aburro un poco, entonces me pongo a escuchar música,
leer, jugar al solitario (cartas) con el ordenador, hacer collares y pulseras
con bolitas de colores...
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viernes, 25 de marzo de 2011
10. Coincidencia rara
sábado, 5 de marzo de 2011
9. Acepté someterme a una traqueotomía
En junio de 2002, tuve otra visita
con el doctor Antón. Hablamos de tomar la decisión de hacerme una
traqueotomía y una gastrostomía. Me recomendó no esperar mucho. Sería mejor
prepararlo todo ahora con los mejores médicos y anestesista, para hacerlo
después del verano. Me comentó que con la traqueotomía perdería la voz y por
si no pudiera comer me harían también la gastrostomía a la vez.
Durante los tres meses siguientes lo
pasé mal, de vez en cuando tenía ganas de llorar, tenía miedo, pero después
se me pasaba. Siempre procuré tener la mente ocupada, pintar, leer, hablar
con mi madre…
Era una decisión que tenía que tomar.
No me quedaba más remedio que aceptarlo. Durante todo ese tiempo yo sola tuve
que mentalizarme, prepararme psicológicamente para que cuando llegara el día
de la intervención tener fuerzas para soportarlo. Quizás necesitaría llevarlo
las veinticuatro horas del día (como así fue).
Un día fui a un centro comercial,
entré en una tienda y vi un conejito de peluche. Parecía de verdad. Cuando
llegué a casa, me quedé con las ganas de comprarlo. Al día siguiente fui a
buscarlo. Dormí con él. Me relajaba mucho al tocarlo. Es muy suave, que es lo
que a mí me gusta, súper suave y casi real. Después, por mi santo, mi madre y
mi hermano me regalaron un cachorro de peluche también (ahora duermo con él).
Aunque parece mentira, me hace mucha compañía y me relaja al tocarlo, después
me quedo dormida. Nunca necesité tomar ningún medicamento para dormir, y
ahora con el peluche menos todavía.
En octubre me llamaron para
ingresarme el día veintitrés del mismo mes.
Antes de la operación estaba
preocupada y un poco nerviosa por no saber lo que podía pasar. Mi madre me decía que no me
preocupara, que todo estaba controlado. Me acompañó hasta el quirófano. A mi
familia le dije que no quería nada de besos ni mimos, para evitar
emocionarme.
A las nueve de la mañana estaba ya en
el quirófano y confiaba en que todo saldría bien. Pasé mucho frío aunque
después me taparon. La verdad, no tengo mal recuerdo de ese día. No me
dejaron sola ni un segundo; uno empezó a hacer bromas y cantar la canción de Antón perulero. También decía que uno
era feo y yo decía que no.
En el fondo estaba deseando que me
durmieran ya. Se me hacía eterno.
Cuando desperté recordaba todo, vi un
reloj en la pared, marcaba las 12:30h. No sabía dónde estaba. Una enfermera
me vigilaba y me preguntó algo, como no podía hablar me enseñó una pizarra
blanca con el abecedario, yo con el rotulador iba señalando letra por letra.
Dije que me costaba un poquito respirar. Me habían puesto otra máquina, y
después la cambiaron por la que tenía antes. Cuando vi al doctor Antón me
quedé más tranquila. Como todo salió bien no me quedé en la UVI, antes de la
operación me dijeron que estaría un día o dos. A las dos de la tarde ya
estaba en mi habitación.
Pasé una semana fatal y con fiebre.
La cánula que me pusieron no me iba bien, tuvieron que traer una de mi
medida. Aún así no me quejaba. A la doctora Güell le pedí que dijera a las
enfermeras que no me dieran ningún relajante muscular, porque después me
dejaba atontada y no me gustaba. El doctor Antón me dijo que no aguantara el
dolor, que pidiera calmantes, además dijo: “tienes dos operaciones, no eres
de piedra, eres un ser humano”.
A los pocos días me cambiaron la
cánula y fue mejor. A los tres días me la volvieron a cambiar por la de
suero. La de aire se escapaba mucho (dentro de la tráquea hay un globo que
está lleno de aire o suero fisiológico que sirve para sujetar la cánula y que
el aire que entra para respirar no salga por la nariz y boca). Pasé toda una
mañana del sábado hasta las cuatro de la tarde, con el problema de que me
costaba respirar. Una doctora me decía que los parámetros de la máquina
estaban bien, que el problema eran mocos (hacía ruido en la tráquea, como si
roncara por ejemplo). Yo decía que a lo mejor era el globo que se había
desinflado, pero nadie me hizo caso. Me levantaron de la cama, me
desconectaron el respirador y me pusieron Ventolín con oxígeno durante diez
minutos y me aspiraban. No salía ningún moco, me volvieron a acostar y yo
seguía igual. Cuando cambiaron de turno, vino una enfermera que estuvo observándome
y me preguntó si yo estaba respirando. Le dije que sí. Me pidió que dejara de
respirar, pero la presión bajaba y a mí no me iba bien, probó de subir un
poquito la presión del aire, me encontraba un poco mejor. Consultó por
teléfono con la doctora Güell y ésta le dijo que mirara el globo.
Efectivamente, era lo que yo decía. ¡Qué alivio! ¿Por qué no me lo miraron
antes -pensé?
Por las noches cada día hay un médico
de guardia diferente. Una vez le llamé para decirle que notaba el corazón
acelerado. Miró los parámetros y todo estaba bien. A continuación me dijo:
“eso es porque estás nerviosa”. Pensé: “¿nerviosa yo? Estoy tranquila”,
contesté que no. Pero él insistió que eran nervios, no me hizo caso y se fue.
No me gustó su forma de tratarme porque no me creyó.
Así que, decidí esperar a ver si se
me pasaba y controlarme por mi cuenta. Después se me fue pasando.
¡Claro! Ahora pienso que hay mucha
gente quejica. Por cualquier cosa ya tienen que alborotar el gallinero. Por
eso, cuando una dice la verdad no lo creen.
La noche siguiente me volvió a pasar
pero más fuerte. La enfermera llamó al médico (era otro), éste me preguntó si
estaba nerviosa, contesté que no. Me miraron la fiebre, la tensión, me
pusieron el pulsímetro y el electrocardiograma. Las pulsaciones se iban
acelerando, llegaron a ¡170! El médico dijo: “puede ser una subida de
fiebre”. Mi madre le dijo que mi temperatura con la ventilación mecánica me
quedaba más baja de lo normal, es decir, si mi temperatura marcaba 37º era
como si fuera 38º. Me pincharon. Parece que me dio una subida de fiebre. El
médico y la enfermera se quedaron una hora vigilándome. A pesar de todo,
mantuve la calma. La enfermera estaba más asustada que yo, no sabía qué me
pasaba. Poco a poco se fue normalizando el ritmo cardíaco.
Tras varios días de estar con suero,
empecé a comer a través de la sonda (gastrostomía)
También tuve problemas con la comida.
Me producía muchos gases y me daba mucho dolor en el vientre. Me cambiaron el
preparado por otro más concentrado, menos cantidad y el gota a gota más
despacio. Poco a poco fueron aumentando la cantidad y pasado un mes me lo
volvieron a cambiar por el de antes, porque según me dijeron el concentrado
tiene mucho azúcar.
Menos mal que a los dos días de estar
ingresada me dejaron la grúa eléctrica. Mi madre cogió una sábana enrollada y
la ató a la grúa, el enfermero puso esparadrapo para que la sábana no se
desatara. Me la ponía detrás de las rodillas y de esa forma, con el mando, me
levantaba el culo y así podía hacer mis necesidades sin la ayuda de una
tercera persona. También podía mover las piernas. A todo el mundo le gustó la
idea que tuvimos.
En cuanto al respirador, me cambiaron
de máquina por otro modelo, me va mejor que la anterior y el aire que me
llega es más suave. Además, la batería dura más.
Durante las dos primeras semanas no
quise recibir visitas, les dije que cuando estuviera mejor les avisaría.
Necesitaba tranquilidad, estoy acostumbrada a estar sola con mis padres en
casa. En cambio, recibía llamadas.
Un día vino a verme el doctor Fidalgo
acompañado de dos ortopédicos, para ver si podían hacerme un corsé nuevo, el
que tengo no me valía por la gastrostomía. La doctora Güell estaba presente y
vio como el doctor Fidalgo me trataba (ya dije que era muy serio). Estuvo muy
cariñoso conmigo. Me cogía la mano y me decía que comprendía todo lo que me
estaba pasando. Me dio ánimos. Le contó al ortopédico muchas cosas de mí. Él
dijo al ortopédico que hiciera todo lo posible por conseguir levantarme de la
cama, que yo tenía que volver a trabajar (o sea, pintar).
La doctora Güell no creía lo que
estaba viendo. Después ella se lo comentó al doctor Antón y al equipo médico.
Días después, vinieron el ortopédico
y su ayudante. Me hicieron un molde de yeso adaptado a mi cuerpo. Cuando
terminaron, quedaron restos de yeso por toda la habitación. Cuando entraron
las enfermeras y la auxiliar, en broma dijeron:
-¿Qué ha pasado aquí?
Los ortopédicos pidieron disculpas.
-No pasa nada, lo limpiamos y ya está
–dijo una enfermera.
Cuando se marcharon, lo limpiaron y
cambiaron las sábanas. Se lo tomaron con sentido del humor.
A la semana siguiente, me probaron el
corsé, me sentaron en mi silla para retocar en algunos puntos donde me hacía
daño. Mientras lo probaba, no me sentía cómoda y no aguantaba sentada.
Comentamos la posibilidad de traer
una silla de ruedas nueva con todas las comodidades y a la que se pueda poner
el respirador y la batería detrás.
Me dijeron que en una feria de muestra
había una que se podía inclinar el respaldo automáticamente. Me la dejarían
probarla cuando terminara la feria.
Cuando ya me encontraba mejor empecé
a recibir visitas. Vino mi vecina, Tere, con su hija Zoraida. Como siempre,
me contaron novedades del barrio.
También vino a verme una antigua
amiga del colegio, Nuria, acompañada de su madre y su novio. Me regalaron una
planta seca y un patito de peluche con sonido real.
¡Vaya con el patito! Algunas
enfermeras y la doctora Güell lo tocaban, y me preguntaban cómo se paraba.
“Se para solo” contestaba.
Después de estar veinticuatro días
ingresada, los médicos deciden darme el alta. En principio, no me apetecía
regresar a casa, porque en el hospital me sentía protegida. Pero ellos tenían
miedo de que yo pudiera coger algún virus rebelde del hospital. Además,
confiaban en los cuidados de mi madre y en que estaría mejor en casa.
Me comentaron que la enfermera
Garbiñe, vendría a mi casa los primeros días para ayudarme.
Cuando me dieron de alta, la
enfermera Garbiñe, me acompañó hasta mi casa.
Regresé en ambulancia con mi madre.
Ya en casa, entramos a mi habitación, mi padre ya me había comprado la grúa
eléctrica. Garbiñe le gustó mucho mi habitación (mi madre y yo diseñamos los
muebles mas estrechos para tener mas espacio). Antes de marcharse, me dejó un
número de teléfono para cualquier cosa que necesitara. Además, viene a verme
cada mes para controlar la presión del aire de la máquina y saber cómo me
encuentro.
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