Antes de dedicarme a la pintura mi
pasión era la música, y lo sigue siendo.
Me gusta la música clásica, también
me gustan varios cantantes. Uno de ellos es Sergio Dalma.
Tuve la suerte de conocerle
personalmente, es muy sencillo y cariñoso. Cada vez que iba a verle, cuando
sacaba un nuevo disco y en algunos conciertos, se alegraba de verme. Sigue
siendo el mismo.
Después de asistir a varios
conciertos, un día me entró ganas de verle en un concierto más íntimo, quiero
decir, verle cantar muy cerquita de mí y con poca gente (hasta este momento
sólo había visto cantar desde lejos, al ir en silla de ruedas no podía estar
en primera fila) acompañado de un piano y otro instrumento. Este sueño
parecía imposible. Pero mira por dónde, un día, escuchando la radio,
anunciaron:
-¿Te imaginas un piano, una guitarra
y… Sergio Dalma? Escucha atentamente cómo conseguir las invitaciones. Sólo
trescientas personas serán las afortunadas que podrán entrar esa noche y presenciar el concierto
acústico único solo para ti.
¡No me lo podía creer! ¡Mi sueño se
hacía realidad!
Seguí escuchando para saber cuándo
era, pasaron unos días y no dijeron nada más. Sólo daban cien invitaciones
por día (dos por persona) en tres días. Sin saber el horario en que las repartían, el primer día mi madre se
levantó temprano, llegó a la emisora a las nueve de la mañana y a las diez
empezaron a repartir las invitaciones. Había cola, pero lo consiguió. Además,
tuve la suerte de que esa misma semana, mi padre tenía vacaciones, de lo
contrario, mi madre no hubiera podido ir.
Recuerdo que fue el día 20 de mayo de
1999 cuando se celebró el concierto. El mismo año en que tuve que ponerme la
ventilación mecánica para dormir, el mismo año en que conocí al señor Jordi
Pujol.
Fui muy feliz ese día, disfruté a
tope. Estaba en primera fila, lo tenía delante, a un metro de distancia. Así
que me vio, y se alegró de verme.
Mientras cantaba me guiñó un ojo.
Después bajó y dio besos a las que estábamos en primera fila, cuando llegó a
mí, me dio dos besos. Los vigilantes tuvieron que llevárselo al escenario
antes de que las chicas de atrás se lo comieran a besos.
Cuando acabó de cantar pude hablar
con Sergio. Me preguntó cómo estaba. Le conté un poco de todo. Después de
estar charlando un ratito nos despedimos hasta su próximo concierto.
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domingo, 16 de enero de 2011
7. Un sueño hecho realidad
D
De destino. ¿Creemos en el destino? ¿Realmente nuestro destino está escrito? ¿O somos nosotros que decidimos que hacer en la vida?
Hay quien cree que estamos destinados a vivir determinadas situaciones.
Por mucho que luchemos por cambiar no se puede, como por ejemplo: cambiar el pasado. Corregir errores que hemos cometido y ha causado daños. Errores irreparables. En cambio nos sirve de lección para no volver a cometer los mismos errores en un futuro.
Pero cuando se trata de la vida que nos ha tocado vivir, si se trata de una enfermedad, podemos decidir si queremos seguir luchando, o tirar la toalla.
Creo que vale la pena luchar hasta final. Intentar aceptar la realidad. Sé que no es fácil.
Es normal que al principio tengamos miedo, rabia, tristeza, etc. Se necesita un tiempo para asimilar y adaptar. Hay que tratar de vivir el presente y no pensar en el futuro. Vivir el día a día.
No todas las personas reaccionan igual, depende de cómo viven y con quien está. También influye si la persona es optimista o no. Yo siempre fui optimista a pesar de todo.
Si tienes apoyo y ayuda de las personas que te quieren no lo rechaces. Es importante tener a alguien que esté a tu lado.
Desde que tengo uso de razón, decido que hacer con mi vida. Como cuando me dijeron si quería operarme de la columna, para dejar de usar el corsé que llevaba puesto. Tras varias preguntas con el médico respondí que no me operaba, sin pensármelo dos veces. En aquella etapa tocaba el piano y si me operaba quizás no podría seguir tocando. Además podría tener dolores.
También fue decisión mía de someterme a una traqueotomía, aconsejada por mi médico. Aquello fue la decisión más difícil de mi vida. Sabía que después de esa operación cambiaría mi vida, mis costumbres…
A día de hoy no me arrepiento de las decisiones que he tomado. Sí he llegado a pensar qué hubiera pasado de haber elegido operarme de la columna o de no hacerme la traqueotomía.
Tal vez, mi destino era pasar por todo aquello. Pero, ¿podría haberlo cambiado?
sábado, 15 de enero de 2011
6. La rehabilitación
Empecé a asistir a rehabilitación con
cinco años y medio.
A los siete años, conocí a mi
fisioterapeuta Montse Biosca, con ella he pasado muchos momentos agradables. Me dio muchos
consejos. A veces, nos gastábamos bromas. Cuando hacía los ejercicios, me
decía:
-¡No hagas trampas!
Cuando un ejercicio hacía tiempo que
no lo hacía, después ¡cogía unas agujetas…!
Recuerdo que una vez, mientras hacía
los ejercicios, entró una cucaracha (las ventanas dan a los jardines), las
fisioterapeutas se asustaron y nadie se atrevió a matarla, mi madre dijo:
-¿Dónde está la cucaracha?
-Allí. –contestó una fisioterapeuta.
Mi madre se acercó a la cucaracha y
le dio un pisotón.
Se quedaron mirándola.
-¡Ya está! –dijo mi madre, cogió la
cucaracha por las patas y la tiró a la papelera.
-¿Tanto miedo tenéis a las
cucarachas? ¡Pensé que era una rata o una serpiente!
-¡Jo! ¡Qué valiente eres! -dijo una
fisioterapeuta.
-Si hubiera sido un ratón, no sé lo
que hubiera pasado. –contestó mi madre.
A veces Montse me pedía permiso para
dar a conocer mi enfermedad a los estudiantes para saber cómo tenían que
hacer los ejercicios de rehabilitación. A mí no me importaba que se trajera a
sus alumnos. Así que, ella ya sabía que podía contar conmigo.
Hoy, recuerdo todo aquello con mucho
cariño, a las demás fisioterapeutas y a todos los que trabajan ahí. Cuando
dejé de asistir a fisioterapia, de vez en cuando paso a visitarlas, antes o
después de ir al médico, todas se alegran de verme. Siempre me dicen que voy
muy guapa (normalmente llevo ropa conjuntada, hecha por mi madre), me preguntan
cómo estoy, si sigo pintando…
Entre Montse y yo hay un gran cariño.
Por mi cumpleaños siempre me regalaba algo: una muñequita, un juego, el saco
de la risa, un libro, pendientes… ¡hasta dos tortuguitas de verdad! El último
regalo que recibí fue un pato de peluche.
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3. Mi nombre es Ana María, padezco distrofia muscular
Tengo 29 años y a los cuatro años me descubrieron la enfermedad. Mi madre me veía algo raro, no cerraba bien los ojos mientras dormía, al reír y al llorar no tenía expresión en la cara y me afectaba al hablar (no pronunciaba bien las palabras). Me hicieron una serie de tests psicológicos, no encontraron ninguna alteración.
Al poco tiempo tuve una parálisis facial. Me mandaron al especialista y me dieron vitaminas. Pasaron unos meses y yo seguía igual. Volví al médico y me envió a otro médico para que me dieran unas sesiones de descargas eléctricas en la cara. No surgió ningún efecto, aumentaba la descarga y no se movía ningún músculo.
Al ver que había algún problema importante decidieron enviarme a otro centro médico, al departamento de neurología del Hospital de San Pablo. Allí conocí al doctor Roig, que fue quien me atendió y me hizo una revisión. Me hicieron un TAC cerebral para ver si tenía alguna lesión en el cerebro.
Cuando iban a hacerme el escáner (TAC) los médicos y los técnicos habían pensado que sería mejor dormirme, pero como me veían tan tranquila decidieron no hacerlo. Me llevaron en brazos hasta la sala de monitores. Me dijeron que no tuviera miedo, que ellos me vigilarían a través de las pantallas. Después me acostaron en la camilla, me dieron una jeringa grande y me taparon con una manta. Me pidieron que estuviera quietecita, dejaron que pasara mi madre para estar conmigo pero que no hablara nada. Cuando vi a mi madre me quedé más tranquila. Les hice caso, sólo moví los ojos, me quedé mirando por curiosidad. Al terminar se quedaron contentos conmigo y me dieron besos.
-¡Se ha portado mejor que un adulto! –dijeron.
En la visita, el médico le contó a mi madre que en los resultados del TAC no había nada anormal y que las pruebas psicológicas daban un nivel de inteligencia bastante alto. Le avisó que tuviera cuidado al explicarme las cosas, podrían afectarme psicológicamente.
A continuación me hicieron un electromiograma en la cara, la máquina no respondía y parecía estropeada. Me hicieron otro electromiograma más completo, en un brazo.
Mi madre me contó que me porté muy bien y que cuando el doctor Pradas me decía que doblara el brazo con la aguja clavada, me salían las lágrimas del dolor que sentía al tener la aguja clavada. Hice todo lo que me decían, me levantaba y me acostaba. Ellos quedaron muy contentos de lo valiente que fui.
Hoy recuerdo algo de todo esto, los médicos siempre me lo recuerdan y también lo fuerte que era y que no protestaba.
Continuaron haciendo más pruebas, me hicieron fotos, análisis de sangre y una biopsia.
Cuando tuvieron los resultados, me diagnosticaron una enfermedad congénita llamada distrofia muscular facioescapulohumeral.
No sabemos de dónde viene la enfermedad. No conocemos ningún familiar que la padezca o la haya padecido.
A mis padres le hicieron pruebas: no son portadores de la enfermedad.
El doctor Roig le contó a mi madre que mi enfermedad no tenía cura y no había tratamiento, que poco a poco iría perdiendo fuerza, (hoy en día sigue sin haber ningún tratamiento efectivo). Lo único que se podía hacer era ejercicio de rehabilitación y natación. Probablemente no llegaría a los veinte años.
Después de saberlo todo, mi madre lo pasó mal, pero decidió luchar, vivir el día a día sin pensar en lo que pueda pasar mañana y nos lo contó a mi padre, a mi hermano y a mí poco a poco según iban pasando las cosas.
Fui a natación pero a los dos años tuve que dejarlo por problemas de oídos. Perdí algo de audición, no oigo los sonidos agudos (como por ejemplo el canto de un pájaro, el silbato, los despertadores…). Me pusieron un audífono en el oído derecho, pero al poco tiempo dejé de llevarlo porque siempre oía un ruido y no lo soportaba.
Poco a poco fui aprendiendo a leer en los labios de las personas cuando me hablaban, de esa forma pude entender mejor.
Al tener problemas para hablar, me mandaron al logopeda, ahí conocí a Marta Güell, me enseñó a vocalizar y hablar más despacio para que me entendiera los demás.
Hoy en día, seguimos viéndonos. Vino a mi exposición de pintura, a la fiesta de mi cumpleaños y me visita cuando estoy ingresada.
Al poco tiempo de descubrir la enfermedad, el doctor Roig le dijo a mi madre que a partir de este momento me llevaría otro neurólogo llamado doctor Pradas.
Aunque dejó de visitarme no perdimos el contacto con el doctor Roig.
Recuerdo que en la última exposición de pintura que hice, la gente lo confundió con un periodista. Llevaba una cámara y lo grabó todo.
En cuanto el doctor Pradas siempre se alegraba de verme cuando tenía visita, él fue quien me hizo el electromiograma y estuvo conmigo cuando me hicieron la biopsia. Siempre me trató con cariño. Estuvo visitándome varios años, después pasé a la visita conjunta (con neurólogo, traumatólogo, fisioterapeuta y ortopédico). Hoy, igual que el doctor Roig, seguimos viéndonos.
Cuando tuve unos siete años, fui al traumatólogo por el pie derecho, los músculos del tobillo se habían debilitado y me dificultaba el andar. Me tuvieron que poner un aparato, unos hierros sujetos al zapato hasta debajo de la rodilla. Al ponérmelo me sujetaba el pie y podía andar correctamente.
El traumatólogo que me atendió durante años, se llama Fidalgo, al principio no me gustaba como me trataba porque era muy serio y por la manera de decir las cosas. Con el tiempo acabamos conquistándonos mutuamente. Un día, Montse, mi fisioterapeuta, me contó que cuando hablaba de mí al doctor Fidalgo, él decía que yo era su ojito derecho, Montse contestaba que no, que conmigo podía hablar de cualquier tema sin poner-me triste y en cambio con los otros pacientes tenía que pensar en cómo decir las cosas.
Cada vez que iba a la visita le enseñaba lo que hacía. Cuando yo le enseñé cómo se hace el cubo de Rubik, se quedó de piedra. Después me regaló uno que tenía tres aros en las dos caras, en uno están separados y en la otra cara están unidos. Él no lo pudo resolver, en cambio, yo lo hice en una semana. Cuando volví a la visita, se lo enseñé. A partir de ahí, me trató de otra manera. Y ahora, Montse se ríe al recordar todo aquello.
A los once años, la columna se fue desviando y decidieron ponerme un corsé para evitar a que fuera a más.
A consecuencia del corsé, no podía andar y tuve que utilizar la silla de ruedas para desplazarme.
Cuando llevaba unos cuantos años con el corsé, me propusieron operarme de la columna. La operación consistiría en colocar unas placas con tornillos para aguantar la columna, de esa manera, eliminaría el uso del corsé. Pero me quedaría igualmente en la silla de ruedas y además no me aseguraban el resultado. Podría tener rechazo y dolores.
Sin pensármelo dos veces, dije que no. Mientras yo pudiera aguantar el corsé no pasaría por el quirófano. Respetaron mi decisión.
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