sábado, 5 de marzo de 2011

9. Acepté someterme a una traqueotomía


        En junio de 2002, tuve otra visita con el doctor Antón. Hablamos de tomar la decisión de hacerme una traqueotomía y una gastrostomía. Me recomendó no esperar mucho. Sería mejor prepararlo todo ahora con los mejores médicos y anestesista, para hacerlo después del verano. Me comentó que con la traqueotomía perdería la voz y por si no pudiera comer me harían también la gastrostomía a la vez. 

        Durante los tres meses siguientes lo pasé mal, de vez en cuando tenía ganas de llorar, tenía miedo, pero después se me pasaba. Siempre procuré tener la mente ocupada, pintar, leer, hablar con mi madre…
        Era una decisión que tenía que tomar. No me quedaba más remedio que aceptarlo. Durante todo ese tiempo yo sola tuve que mentalizarme, prepararme psicológicamente para que cuando llegara el día de la intervención tener fuerzas para soportarlo. Quizás necesitaría llevarlo las veinticuatro horas del día (como así fue).
        Un día fui a un centro comercial, entré en una tienda y vi un conejito de peluche. Parecía de verdad. Cuando llegué a casa, me quedé con las ganas de comprarlo. Al día siguiente fui a buscarlo. Dormí con él. Me relajaba mucho al tocarlo. Es muy suave, que es lo que a mí me gusta, súper suave y casi real. Después, por mi santo, mi madre y mi hermano me regalaron un cachorro de peluche también (ahora duermo con él). Aunque parece mentira, me hace mucha compañía y me relaja al tocarlo, después me quedo dormida. Nunca necesité tomar ningún medicamento para dormir, y ahora con el peluche menos todavía.

        En octubre me llamaron para ingresarme el día veintitrés del mismo mes.
        Antes de la operación estaba preocupada y un poco nerviosa por no saber lo que podía  pasar. Mi madre me decía que no me preocupara, que todo estaba controlado. Me acompañó hasta el quirófano. A mi familia le dije que no quería nada de besos ni mimos, para evitar emocionarme.
        A las nueve de la mañana estaba ya en el quirófano y confiaba en que todo saldría bien. Pasé mucho frío aunque después me taparon. La verdad, no tengo mal recuerdo de ese día. No me dejaron sola ni un segundo; uno empezó a hacer bromas y cantar la canción de Antón perulero. También decía que uno era feo y yo decía que no.
        En el fondo estaba deseando que me durmieran ya. Se me hacía eterno.
        Cuando desperté recordaba todo, vi un reloj en la pared, marcaba las 12:30h. No sabía dónde estaba. Una enfermera me vigilaba y me preguntó algo, como no podía hablar me enseñó una pizarra blanca con el abecedario, yo con el rotulador iba señalando letra por letra. Dije que me costaba un poquito respirar. Me habían puesto otra máquina, y después la cambiaron por la que tenía antes. Cuando vi al doctor Antón me quedé más tranquila. Como todo salió bien no me quedé en la UVI, antes de la operación me dijeron que estaría un día o dos. A las dos de la tarde ya estaba en mi habitación.

        Pasé una semana fatal y con fiebre. La cánula que me pusieron no me iba bien, tuvieron que traer una de mi medida. Aún así no me quejaba. A la doctora Güell le pedí que dijera a las enfermeras que no me dieran ningún relajante muscular, porque después me dejaba atontada y no me gustaba. El doctor Antón me dijo que no aguantara el dolor, que pidiera calmantes, además dijo: “tienes dos operaciones, no eres de piedra, eres un ser humano”.
        A los pocos días me cambiaron la cánula y fue mejor. A los tres días me la volvieron a cambiar por la de suero. La de aire se escapaba mucho (dentro de la tráquea hay un globo que está lleno de aire o suero fisiológico que sirve para sujetar la cánula y que el aire que entra para respirar no salga por la nariz y boca). Pasé toda una mañana del sábado hasta las cuatro de la tarde, con el problema de que me costaba respirar. Una doctora me decía que los parámetros de la máquina estaban bien, que el problema eran mocos (hacía ruido en la tráquea, como si roncara por ejemplo). Yo decía que a lo mejor era el globo que se había desinflado, pero nadie me hizo caso. Me levantaron de la cama, me desconectaron el respirador y me pusieron Ventolín con oxígeno durante diez minutos y me aspiraban. No salía ningún moco, me volvieron a acostar y yo seguía igual. Cuando cambiaron de turno, vino una enfermera que estuvo observándome y me preguntó si yo estaba respirando. Le dije que sí. Me pidió que dejara de respirar, pero la presión bajaba y a mí no me iba bien, probó de subir un poquito la presión del aire, me encontraba un poco mejor. Consultó por teléfono con la doctora Güell y ésta le dijo que mirara el globo. Efectivamente, era lo que yo decía. ¡Qué alivio! ¿Por qué no me lo miraron antes -pensé? 

        Por las noches cada día hay un médico de guardia diferente. Una vez le llamé para decirle que notaba el corazón acelerado. Miró los parámetros y todo estaba bien. A continuación me dijo: “eso es porque estás nerviosa”. Pensé: “¿nerviosa yo? Estoy tranquila”, contesté que no. Pero él insistió que eran nervios, no me hizo caso y se fue. No me gustó su forma de tratarme porque no me creyó.
        Así que, decidí esperar a ver si se me pasaba y controlarme por mi cuenta. Después se me fue pasando.
        ¡Claro! Ahora pienso que hay mucha gente quejica. Por cualquier cosa ya tienen que alborotar el gallinero. Por eso, cuando una dice la verdad no lo creen.
        La noche siguiente me volvió a pasar pero más fuerte. La enfermera llamó al médico (era otro), éste me preguntó si estaba nerviosa, contesté que no. Me miraron la fiebre, la tensión, me pusieron el pulsímetro y el electrocardiograma. Las pulsaciones se iban acelerando, llegaron a ¡170! El médico dijo: “puede ser una subida de fiebre”. Mi madre le dijo que mi temperatura con la ventilación mecánica me quedaba más baja de lo normal, es decir, si mi temperatura marcaba 37º era como si fuera 38º. Me pincharon. Parece que me dio una subida de fiebre. El médico y la enfermera se quedaron una hora vigilándome. A pesar de todo, mantuve la calma. La enfermera estaba más asustada que yo, no sabía qué me pasaba. Poco a poco se fue normalizando el ritmo cardíaco.

        Tras varios días de estar con suero, empecé a comer a través de la sonda (gastrostomía)
        También tuve problemas con la comida. Me producía muchos gases y me daba mucho dolor en el vientre. Me cambiaron el preparado por otro más concentrado, menos cantidad y el gota a gota más despacio. Poco a poco fueron aumentando la cantidad y pasado un mes me lo volvieron a cambiar por el de antes, porque según me dijeron el concentrado tiene mucho azúcar.

        Menos mal que a los dos días de estar ingresada me dejaron la grúa eléctrica. Mi madre cogió una sábana enrollada y la ató a la grúa, el enfermero puso esparadrapo para que la sábana no se desatara. Me la ponía detrás de las rodillas y de esa forma, con el mando, me levantaba el culo y así podía hacer mis necesidades sin la ayuda de una tercera persona. También podía mover las piernas. A todo el mundo le gustó la idea que tuvimos.

        En cuanto al respirador, me cambiaron de máquina por otro modelo, me va mejor que la anterior y el aire que me llega es más suave. Además, la batería dura más.
        Durante las dos primeras semanas no quise recibir visitas, les dije que cuando estuviera mejor les avisaría. Necesitaba tranquilidad, estoy acostumbrada a estar sola con mis padres en casa. En cambio, recibía llamadas.

        Un día vino a verme el doctor Fidalgo acompañado de dos ortopédicos, para ver si podían hacerme un corsé nuevo, el que tengo no me valía por la gastrostomía. La doctora Güell estaba presente y vio como el doctor Fidalgo me trataba (ya dije que era muy serio). Estuvo muy cariñoso conmigo. Me cogía la mano y me decía que comprendía todo lo que me estaba pasando. Me dio ánimos. Le contó al ortopédico muchas cosas de mí. Él dijo al ortopédico que hiciera todo lo posible por conseguir levantarme de la cama, que yo tenía que volver a trabajar (o sea, pintar).
        La doctora Güell no creía lo que estaba viendo. Después ella se lo comentó al doctor Antón y al equipo médico.

        Días después, vinieron el ortopédico y su ayudante. Me hicieron un molde de yeso adaptado a mi cuerpo. Cuando terminaron, quedaron restos de yeso por toda la habitación. Cuando entraron las enfermeras y la auxiliar, en broma dijeron:
        -¿Qué ha pasado aquí?
        Los ortopédicos pidieron disculpas.
        -No pasa nada, lo limpiamos y ya está –dijo una enfermera.
        Cuando se marcharon, lo limpiaron y cambiaron las sábanas. Se lo tomaron con sentido del humor.
        A la semana siguiente, me probaron el corsé, me sentaron en mi silla para retocar en algunos puntos donde me hacía daño. Mientras lo probaba, no me sentía cómoda y no aguantaba sentada.

        Comentamos la posibilidad de traer una silla de ruedas nueva con todas las comodidades y a la que se pueda poner el respirador y la batería detrás.
        Me dijeron que en una feria de muestra había una que se podía inclinar el respaldo automáticamente. Me la dejarían probarla cuando terminara la feria.

        Cuando ya me encontraba mejor empecé a recibir visitas. Vino mi vecina, Tere, con su hija Zoraida. Como siempre, me contaron novedades del barrio.
        También vino a verme una antigua amiga del colegio, Nuria, acompañada de su madre y su novio. Me regalaron una planta seca y un patito de peluche con sonido real.
        ¡Vaya con el patito! Algunas enfermeras y la doctora Güell lo tocaban, y me preguntaban cómo se paraba. “Se para solo” contestaba.
        Después de estar veinticuatro días ingresada, los médicos deciden darme el alta. En principio, no me apetecía regresar a casa, porque en el hospital me sentía protegida. Pero ellos tenían miedo de que yo pudiera coger algún virus rebelde del hospital. Además, confiaban en los cuidados de mi madre y en que estaría mejor en casa.
        Me comentaron que la enfermera Garbiñe, vendría a mi casa los primeros días para ayudarme.

        Cuando me dieron de alta, la enfermera Garbiñe, me acompañó hasta mi casa.
        Regresé en ambulancia con mi madre. Ya en casa, entramos a mi habitación, mi padre ya me había comprado la grúa eléctrica. Garbiñe le gustó mucho mi habitación (mi madre y yo diseñamos los muebles mas estrechos para tener mas espacio). Antes de marcharse, me dejó un número de teléfono para cualquier cosa que necesitara. Además, viene a verme cada mes para controlar la presión del aire de la máquina y saber cómo me encuentro.

1 comentario:

  1. Hola Ana. Trabajo en Can Ruti, alli tu madre me dio una tarjetita con tus datos. Escribes tan bien que tus historias enganchan. Sigue asi!!! ;)

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